Mientras trabajaba como profesora universitaria, con frecuencia me invitaban a dar conferencias especiales en todo el país sobre mi área de especialización, que incluía una investigación amplia de las “favelas” o barrios marginales brasileños, en particular la Cidade de Deus [Ciudad de Dios], ubicada en Rio de Janeiro.
Para prepararme mejor para mi primera conferencia hace más de 15 años, desee ver con mis propios ojos esa realidad, que solo conocía de libros y películas. Después de planificar cuidadosamente durante varios meses, regresé a mi Brasil natal y organicé una visita a Cidade de Deus.
En mi primer día allí, me acompañaron algunos funcionarios de organizaciones no gubernamentales (ONG) porque el código de seguridad de la favela no permitía “extranjeros” sin acompañante. Inmediatamente comprendí que era una “extranjera” en ese mundo, lo que representaba una amenaza real para el bienestar de sus residentes.
Sin embargo, desde mi primer paso allí, vi y sentí algo bastante diferente de lo que había encontrado en mi investigación. Descubrí a personas de todas las edades con una fe inigualable, tratando de dar una mejor vida a sus familias.
Sí, encontré la violencia documentada en periódicos, libros y películas. Sin embargo, los ejemplos de fe, esperanza y perseverancia fueron mucho más evidentes y más fuertes que cualquier otra cosa.
Tuve la oportunidad de regresar a la comunidad al día siguiente, acompañada por un obispo local. Entrevisté a algunos miembros de la Iglesia, incluyendo jóvenes de un barrio de la zona. Como parte de mi investigación, quería saber e intentar comprender cómo los jóvenes veían el mundo que los rodeaba, sus miedos y sueños — y más que nada, el papel del Evangelio en una vida rodeada de pobreza, violencia y crimen.
Hablé con los hombres y mujeres jóvenes durante una actividad en la capilla. Sin excepción, cada uno tenía una sonrisa hermosa y contagiosa y una esperanza y fe concretas de que algún día serían capaces de ayudar a los suyos y a otras comunidades desfavorecidas.
Al regresar para un tercer y último día, había planeado visitar a las familias de los jóvenes que vi la noche anterior. Sin embargo, las calles estaban vacías y podía percibir una sensación de miedo a mi alrededor. Entonces supe que había ocurrido un crimen terrible en el vecindario la noche anterior, lo que impidió que los jóvenes regresaran a sus hogares por razones de seguridad.
Le pregunté al padre de uno de los jóvenes por qué mantenía a su familia en ese lugar “terrible” y no los alejaba de toda esa violencia.
Su respuesta fue simple. “El Señor obra de adentro hacia afuera”, dijo, parafraseando al presidente Ezra Taft Benson. “El mundo funciona de afuera hacia adentro. El mundo sacaría a la gente de los barrios marginales. Cristo saca los barrios marginales de la gente, y luego ellos mismos se van de los barrios marginales”.
Añadió: “Hermana, esta es mi casa donde nací y críe a mi familia. Estamos en la favela, pero la favela no está dentro de nosotros”.
Sintiéndome un poco avergonzada por mis suposiciones, noté en sus ojos y en sus palabras el tipo de fe y esperanza en Cristo que rara vez se encuentra en las personas.
Al salir de Río unos días después, miré una vez más la estatua del “Cristo Redentor”, con los brazos abiertos a la ciudad, y no dudé que Cristo velaba por esos fieles miembros.
Ese buen hermano, que había estado sin trabajo por más de seis meses y luchaba por poner comida en la mesa de su familia, compartió conmigo su mayor tesoro — su fe en Cristo, proveniente de su corazón puro y de su testimonio del Evangelio.
Realmente vivió las palabras del Salvador: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino acumulaos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen y donde ladrones no minan ni hurtan” (Mateo 6:19-20).
Durante Su ministerio terrenal, Jesucristo no buscó reyes, palacios ni riquezas. Estuvo entre los humildes y puros de corazón, y enseñó que todos son hijos de un Padre Celestial que nos ama y “no hace acepción de personas” (Hechos 10:34).
Su luz espiritual, paz, guía y consuelo están disponibles para todos, independientemente de nuestro estatus social, donde vivimos o lo que somos o hacemos. Porque el Señor ha prometido a los que lo buscan y se acercan a Su luz — “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8).