Nota del editor: Esta narración es parte de una serie de Church News titulada “Mujeres del convenio”, en la que las mujeres de la Iglesia hablan de sus experiencias personales con el poder del sacerdocio y comparten lo que han aprendido al seguir el consejo del presidente Russell M. Nelson de “trabajar con el Espíritu para comprender el poder de Dios, o sea, el poder del sacerdocio” (“Tesoros espirituales”, conferencia general de octubre de 2019).
En años recientes, los apóstoles y profetas han aclarado que las mujeres del convenio en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días pueden servir con la autoridad del sacerdocio y que, a medida que guardan sus convenios, tienen derecho al poder del sacerdocio en su vida. Muchas de nosotras nos preguntamos si estamos viviendo a la altura de esos privilegios, o incluso cómo sería el hacerlo. Pero “así como los lamanitas fueron bautizados con fuego y con el Espíritu Santo al tiempo de su conversión, por motivo de su fe en mí, y no lo supieron” (3 Nefi 9:20), las mujeres del convenio hemos estado actuando con la autoridad y el poder del sacerdocio a lo largo de toda nuestra vida, incluso si “no lo [supimos]”.
Al estudiar las palabras de los líderes de la Iglesia, me he dado cuenta de que la Iglesia de Jesucristo tiene una comprensión única sobre lo que es el sacerdocio. Fuera de la Iglesia, el sacerdocio se define simplemente como el oficio o llamamiento de un sacerdote; y un sacerdote es alguien autorizado para efectuar ritos religiosos.
Nosotros también podemos definir a los sacerdotes como aquellos autorizados para efectuar ritos (ordenanzas). Pero, como miembros de la Iglesia de Jesucristo, consideramos que el sacerdocio es mucho más.

En el sentido más amplio, el sacerdocio es la autoridad y el poder de Dios no solo para crear, redimir y gobernar el universo, sino para hacer posible que otras personas se unan a Su obra y lo ayuden. Ninguna otra iglesia cristiana entiende a Dios de esta manera. Dios delega una porción de esta autoridad y poder del sacerdocio que todo lo abarcan a hombres y mujeres comunes, lo cual nos permite participar y oficiar en Su santa obra.
A veces, utilizamos las palabras “poder” y “autoridad” de forma indistinta, pero podemos tener una sin la otra. Las personas reciben autoridad del sacerdocio en la Iglesia por medio de una ordenación, llamamiento o asignación de quienes poseen llaves del sacerdocio, lo cual asegura que se enseñe el evangelio y se administren sus ordenanzas con orden y consistencia.
Además, por medio de las recomendaciones del templo, se autoriza a los hombres y las mujeres a recibir convenios y sellamientos del templo que llevan a los esposos a “un orden de gobierno familiar” y “la plenitud del sacerdocio de Melquisedec”, con autoridad para gobernar y enseñar a su familia (Ezra Taft Benson, “Lo que espero que enseñen a sus hijos sobre el templo” [What I Hope You Will Teach Your Children About the Temple], Ensign, agosto de 1985; véase también Dallin H. Oaks, “La autoridad del sacerdocio en la familia y en la Iglesia”, Liahona, noviembre de 2005).
La autoridad del sacerdocio nos da permiso para hacer determinadas cosas, mientras que el poder espiritual nos brinda una influencia duradera en la vida de los demás. Este poder celestial “no [puede] ser [gobernado] ni [manejado] sino conforme a los principios de la rectitud” y con la compañía reveladora del Espíritu Santo (Doctrina y Convenios 121:34-46). El Espíritu Santo nos inspira a adaptar el mensaje uniforme del evangelio a las necesidades y capacidades de las personas y puede confirmar las verdades espirituales a sus almas.
Cuando actuamos tanto con autoridad como con poder espiritual, tenemos poder en el sacerdocio.

Recientemente, mi hijo me recordó una experiencia que tuvimos cuando él tenía 10 u 11 años. Estábamos trabajando juntos para preparar una actividad en la iglesia y él comenzó a hacer preguntas sobre cómo saber cuándo le estaba hablando el Espíritu Santo. Él inquiría y se resistía cuando mis respuestas eran confusas o muy simplistas. Me exasperé un poco intentando comunicar algo que, francamente, no puede comprenderse meramente a través de las palabras.
Para pedir ayuda, elevé una oración silenciosa al cielo.
Lo que se me ocurrió luego podría haber sido contraproducente si solo hubiera sido un artilugio. Miré a Mike a los ojos y dije: “Mike, probemos con un experimento. ¿Qué estoy pensando ahora mismo?”.
Él me devolvió la mirada, un poco confundido. Luego, curioso. Y luego, de repente, seguro. Y dijo: “Estás pensando que me amas”.
Le dije: “Es correcto, Mike. Te amo, y dondequiera que supieras eso dentro de tí, y comoquiera que hayas sentido que eso era verdad, así es como te habla el Espíritu Santo. Si recuerdas cómo te sentiste, si actúas de acuerdo con los sentimientos e ideas que te vienen a ese mismo lugar en tu interior, mejorarás cada vez más en reconocer la verdad y la guía espiritual en tu vida”.
Él asintió. No hizo más preguntas.
Mike y yo no volvimos a hablar de esa experiencia hasta que, recientemente, recurrió a ella para enseñar a su propio hijo acerca del Espíritu. Mike aprendió hace todos esos años que el Espíritu Santo podía comunicarle cosas inefables a su alma. Él nunca lo olvidó, y ahora está usando esa experiencia para enseñar a otros.
Aquello que a las mujeres y a los hombres se nos da la autoridad del sacerdocio para hacer, tenemos el privilegio y la responsabilidad de hacerlo con poder espiritual. Participamos así en la obra de Dios de transmitir todo lo que Él tiene a la próxima generación.
